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La Historia de Marlon

Se llama Marlon. Tiene 26 años, vive en Sacramento (California, Estados Unidos), mide 1,85 metros y pesa 128 kilos. Marlon tiene autismo severo, lo diagnosticaron a los 18 meses cuando todavía se consideraba una enfermedad rara. Pearlie Barton, de 58 años, recuerda que Marlon era un bebé que no lloraba. Nunca. Ni siquiera cuando se caía o le ponían una vacuna. No le interesaban los juguetes, no miraba a los otros niños. De hecho, nunca fijó su mirada en nada ni en nadie, ni siquiera en la televisión. “Siempre supe que algo no iba bien, pero la palabra autismo para mí no significaba nada” Ella no puede perderlo de vista ni un minuto y él la necesita para todo, todo el tiempo. Pearlie pasa buena parte de su vida esperando por Marlon. La fotógrafa estadounidense Renée C. Byer, ganadora del Premio Pulitzer en 2007 y autora de estas fotos, da fe. Tardó un mes en fotografiar todas las rutinas de Marlon y su madre, las largas e incomprensibles esperas, las repeticiones de movimientos, el orden meticuloso e inviolable de cada acto de su vida. Cada mañana, Pearlie empieza a despertar a su hijo a las siete. Sabe que necesitará entre una y tres horas para sacarlo de la cama. Tiene una pequeña tienda de cosmética y trabaja como esteticista. Al día cambia una y otra vez las citas con sus clientas para adaptarse a los ritmos de su hijo. A los 22 años, Marlon dejó de ir al colegio porque ya no aprendía o, al menos, ya no eran capaces de enseñarle nada. Así que ahora todos los días se va con su madre a trabajar, pero conseguirlo no es nada fácil. Nada. Después de remolonear en la cama durante varias horas, Marlon se levanta y pone en marcha el primer ritual del día: se quita el pijama y la ropa de cama y lo mete todo en la lavadora, luego entra en la ducha y da dos golpes en la pared para avisar a su madre de que ya está listo para el baño. Entonces, ella lo lava de la cabeza a los pies –siempre en este orden–, le echa colonia con un spray y le seca. El chico se lava los dientes. Cuando termina pasa horas colocando el cepillo en la posición exacta del día anterior. Para entonces, su madre ya espera fuera, sentada en un pequeño taburete, hasta que su hijo examine el cuarto de baño, coloque todo meticulosamente, compruebe una y otra vez que las cosas están en su sitio y decida salir. Pearlie ha aprendido que tiene que respetar sus tiempos. Si intenta sacarlo de su realidad, Marlon se pone rígido, mueve violentamente las manos y hace ruidos con la nariz. Cualquier variación lo pone en guardia, si cambian una señal de tráfico de su calle cae en crisis, lo mismo si una silla está fuera de su lugar. Sólo se siente seguro en su rutina. Cuando al fin sale del baño, su madre le unta crema en las piernas y gel en el pelo e inicia el ritual de la camisa. El chico es capaz de abotonársela si los botones son un poco más grandes de lo habitual y están perfectamente alineados. Así que la solución es que su madre empiece a abrochar de abajo a arriba y lo deje a él la mitad de los botones. Con las zapatillas también van a medias. Marlon es capaz de ponérselas, pero no de atar los cordones. El chico suele pasar mucho tiempo, a veces horas, de pie, sin moverse. Pearlie no intenta sacarlo de su ensimismamiento. La mañana podría complicarse si alguien lo interrumpiese. A veces pasa 40 minutos frente a la mesa del desayuno. Por eso, su madre le prepara los cereales con zumo de naranja, pero espera para servir la leche hasta que él se sienta y se muestra dispuesto a comer. “Marlon hace las cosas a su ritmo y no hay manera de forzarlo para que se mueva más rápido”, resume Pearlie. Para salir de casa ella despliega una verdadera puesta en escena. Él tiene que sentirse seguro, así que su madre hace un alarde de confianza, coge las llaves del coche, sale al porche sin dejar el menor rastro de duda y otra vez espera. A pesar de la liturgia, Marlon puede tardar mucho tiempo en aparecer. “Hay días que ella no puede abrir su pequeño negocio hasta las dos de la tarde”, cuenta Byer. En la tienda de su madre Marlon a veces ayuda, otras, pinta –una de sus aficiones junto a lanzar bolos en la bolera sin mirar jamás la tabla de anotaciones–. Los días que organiza las estanterías con su madre, ella lo festeja chocando los cinco dedos de las manos con él. Es la única señal de alegría que Marlon entiende, cualquier otra manifestación sería interpretada como una amenaza. La vida sedentaria hace engordar a Marlon y hay que tomarle la tensión cada día, darle antihipertensivos, Ibuprofeno, anticonvulsivos y multivitaminas. Cada noche, Pearlie cierra la nevera con un candado: “No quiero que nadie piense que estoy matando a mi hijo de hambre”, advierte, y deja fuera unas manzanas y una botella de agua por si se despierta en medio de la noche a buscar comida. Después del trabajo vuelven a casa andando. Para el camino Pearlie se arma con un bate de béisbol para defender a su hijo, que le dobla la talla, de los perros que andan sueltos por el parque y lo aterrorizan. “Hay que tener mucho amor y paciencia para hacer todo esto cada día”, dice. Lo único que le quita el sueño es pensar qué será de Marlon cuando ella no esté. “No quiero que mi hijo acabe medicado e ignorado en una residencia. Yo sólo quiero que sea feliz”. Varias veces lo ha llevado a centros para discapacitados mentales, pero siempre lo rechazan por ser “poco cooperativo o, incluso, intimidatorio”. “En esos sitios no saben manejar a un autista severo. Nosotros somos los únicos expertos. No hay milagros ahí fuera”, afirma Pearlie. Cuando Marlon fue diagnosticado, el autismo era una enfermedad poco conocida y él no tuvo ninguna preparación para vivir con su trastorno. Hoy los niños autistas reciben apoyo escolar y son entrenados en el desarrollo de habilidades sociales, les enseñan a comunicarse, y los que pueden aprenden un oficio. Marlon ha llegado tarde a eso. En su habitación, su madre ha colgado un cuadro: Obama y Martin Luther King: “I have a dream”. “Todas mis esperanzas están puestas en él”, anuncia Pearlie refiriéndose a la intención del presidente de reformar el sistema sanitario de EE UU. Pearlie cuando vuelve a casa agotada y su hijo, que no le ha dirigido la palabra en todo el día, le tira una pelota para jugar en el salón de casa. Es medianoche, pero ella no puede negarse, y devuelve la pelota. Ya sabe que Marlon no parará hasta el balonazo número 100

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